Siempre me gustó el ruido de los trenes. Desde mi habitación de niño, en las noches de verano que dormía con la ventana abierta, podía escuchar el ruido que hacían al salir de la estación de Ávila camino de Madrid. A mi me recordaba a Diario de un Cazador, así que me gustaba sentir esos trenes nocturnos entre las tinieblas del sueño. Las vías están no lejos de mi casa y solíamos ir de vez en cuando allí, a sentarnos entre las piedras cruzando las vías. De vez en cuando una enorme máquina interrumpía nuestra cháchara adolescente, ensordeciendo todo lo que encontraba a su paso. Como si no hubiese mas que ruido en el mundo.
Al poco tiempo, practicamente todo el mundo iba a aquella cantera. Aquello se transformó en una enorme congregación de chavales, algunos con sus botellas, otros con sus balones y los menos con sus besos furtivos. Lo que hoy en día llaman botellón, en aquella época era solo algo sin nombre y mucho mas inocente. Los adolescentes eramos mucho mas inocentes por aquel entonces.
Ella era una chica delgada de ojos tristes y belleza extraña. Fue mi novia durante un mes o dos, quizá nos dimos la mano alguna vez, pero estoy practicamente seguro de que nunca llegamos a besarnos. Solo teníamos quince o dieciseis años, no más. Y hasta nos daba verguenza mirarnos. Al tiempo de estar juntos, decicidimos separarnos, sin un motivo concreto, pues aquello ni siquiera llegó realmente a comenzar. Simplemente nos separamos.
Cruel destino el suyo. Acabó sucediendo lo que tenía que acabar sucediendo. Era cuestión de tiempo que, con tanto chaval cruzando las vías, un tren se nos acabará llevando a alguno. Y no fue a uno de nosotros. Fue a ella, un maldito tren nos la arrebató para siempre una tarde fría de octubre, en medio de las fiestas de la ciudad. No hubo nada que hacer. No hubo quien pudiese salvarla. Se murió en medio de aquella tragedia. Aun recuerdo aquel funeral, había niebla y a un maldito cura no le salió de ahí que sus amigas le cantasen la canción que a ella le gustaba y que aun resuena en mi pecho cuando pienso en ella. Ojos tristes.
Regresé a casa y mi madre me pusó un café caliente. Tenía mucho frío. Y pensaba en ella. Pensaba en las cosas que nos hace la muerte a los que nos quedamos vivos. Han pasado mas de 20 años de aquello. Y yo nunca tuve corazón para acercarme siquiera de nuevo a aquel paso entre las vías donde se estrellaron nuestras esperanzas de ser inmortales.
No pienso en ello todos los días. Pero de vez en cuando me llega el aroma de aquello. Y siempre he creído que fue precisamente entonces cuando se me colaron los fantasmas en el cuerpo. Cuando aprendí a hacerme sufrir a mi mismo.
Dicen que el verano está lleno de luz.
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