Sucede de una forma tan rápida y misteriosa que apenas eres capaz de darte cuenta. Un día estás sentado en casa, fumando un cigarro, o leyendo un libro o simplemente haciendo nada y te das cuenta de que todo se ha ido al carajo. Cosas por las que luchaste durante mucho tiempo es como si no hubiesen tenido jamás la mas mínima importancia. Sensaciones que en un día te llenaron de alegría se transforman en recuerdos dolorosos y oscuros. Imágenes de momentos felices de tu vida tornan en cuadros de algo que nunca ha de volver.
Simplemente, lo que una vez te hizo mucho bien, pasa a causarte un tremendo dolor. Te hiere ver como, entre los unos y los otros, pisoteamos la herencia que tantos años nos costó conseguir. Así somos, tenemos necesidad de hacer pedazos lo que hemos construido para poder empezar de nuevo. Aunque ni siquiera estemos seguros de que queremos empezar de nuevo.
Y lo peor de todo es que nos hemos transformado en seres egoístas que no conocen el respeto. El respeto por los demás. Herir al otro es nuestra rutina, nuestra causa, nuestra razón de ser. Somos como gatos ciegos, arañando todo lo que encontramos a nuestro paso en medio de nuestras tinieblas. Seres enfurecidos, amargos y airados, con nosotros mismos y con el mundo. Solo podemos pensar en nosotros, nosotros, nosotros y mas nosotros.
Una noche, no tendremos mas opción que salir corriendo de nuestras casas, desnudos y ateridos, y dejar que la fría noche se nos trague. No podremos evitar mirar atrás y contemplar la luz que no ha de regresar con envidia. Pero será demasiado tarde.
Todo lo bello jamás ha de volver.
Este es el mundo que nos hemos hecho los unos a los otros.
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