Conocí a M una lluviosa tarde del mes de diciembre, no hace menos de diez años. Ella era una chica tranquila y reflexiva. Fumaba con calma y esperaba mucho tiempo antes de decir cualquier cosa, como si necesitase ordenar sus pensamientos para asegurarse de no decir nada incorrecto o poco madurado. Me encantaba su modo de entornar los ojos al hablar de cualquier tema. Para ella, todo era lo suficientemente fascinante como para dedicarle al menos 30 segundos de pensamiento. No importaba si estábamos hablando de paseos, alcohol, libros, música o sexo. Ella siempre se quedaba absorta un pequeño periodo de tiempo antes de emitir ninguna opinión o comentario sobre un tema concreto.
No nos veíamos demasiado, todo lo mas un par de veces al mes, que coincidiamos en alguna cafetería del centro y en media hora nos poníamos al día de cómo iban nuestras vidas. Posiblemente podríamos haber dedicado mucho menos tiempo, pues en aquellos momentos ninguno de los dos teníamos una vida que avanzase en el menor sentido, si es que saben a que me refiero. Pero siempre acababámos teniendo una de aquellas conversaciones.
M apenas sonreía. Con esto no quiero decir que fuese una persona triste ni mucho menos, simplemente no exteriorizaba nunca si se estaba divirtiendo o no. Prefería entornar los ojos y pensarse muchísimo las cosas antes de decir cualquier tontería. Supongo que por eso me gustaba estar con ella, pues mi carácter es mas bien el contrario: acostumbro a no parar de hablar y por supuesto, cumplo a rajatabla la máxima de “quien mucho habla, mucho yerra”. En ese sentido creo que nos complementabamos muy bien el uno al otro. Yo no paraba nunca y ella no empezaba jamás. No creo que nos divirtiesemos un montón juntos, pero si teníamos algún tipo de conexión que nos unía mucho.
En una de aquellas tardes de café, acabámos tomando algo mas de alcohol de la cuenta y sin darme cuenta, apenas sin saber cómo ni por qué, me encontré en la cama con ella. Así que a partir de aquel momento varíamos algo nuestras costumbres y en lugar de los cafés, empezamos a quedar en su apartamento y a tener sexo para después pasar un par de horas hablando. Jamás nos planteamos que nuestra intimidad fuese a algo mas. Hay quien a esa relación le llamaría folliamigos o alguno de esos horribles términos modernos, pero no era para nada aquello. La sensación de hecho era que apenas nos deseábamos el uno al otro, pero nuestras horas de cama eran una especie de consolación o de complicidad. Disfrutábamos de ellos, pero no era nada arrebatado. En algunas ocasiones echo de menos las horas en aquella habitación de estudiante oscura y el particular olor de sus sábanas.
Hace algunos días, encontré a M por casualidad en uno de esos bares que frecuento a partir de las 3 de la mañana. Me costó reconocerla, algo mas rellena, muchisimo mas sociable, mucho mas maquillada, con una belleza carnal, sensual, insinuante. Tremendamente irreal.
No se parecía en nada a quien había conocido hace ya tantos años. Ella se alegró de verme mucho, mas bien creo que fingió alegrarse de verme y después de un par de tragos en los que no paró de hablar ni un solo segundo, me propuso que podíamos ir a tomar a algo en “otro sitio” y me dijo que “vivía muy cerca”. “Por los viejos tiempos” me dijo. Y a mi, en ese momento, me palpitó algo en el pecho avisándome de que lo único que podía hacer por los viejos tiempos era volver solo a mi casa en el otro lado de la ciudad.
Así que me disculpé diciendo que estaba muy cansado y que a la mañana siguiente madrugaba. Un par de rápidos besos, ni siquiera el amago de intercambio de móviles o una forma de contacto para volver a vernos
Cogí el autobús nocturno mientras escuchaba un disco de Del Shannon por los auriculares. No sabía como sentirme, pero a la mañana siguiente al despertar, me di cuenta de que me había quedado con la M que me gustaba. Y que era para siempre mía.
En el fondo, somos lo que somos, pero lo que nos hace bellos es la distancia, el tiempo y la nostalgia.
Creo que me gusta así: como en alguna vieja canción de amor adolescente de los años 50.
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