Así que allí estaba yo, sentado en el taburete de la cocina, mirando como mi madre me preparaba un sandwich que no tenía ganas de comerme, pero no puedo decir que no a mi madre cuando se empeña en que coma algo. Las madres siempre piensan que tienes que comer mas de lo que normalmente comes. Aun cuando tu sepas que comes mucho mas de lo que necesitas y bastante mas de lo que deberías comer.
Mi madre deambulaba de un sitio a otro, cogiendo esto y aquello mientras no paraba de parlotear. Y yo no la escuchaba, simplemente porque estaba pensando en que la relación con las madres es complicada: vengo de una de esas familias donde no se dice que quieres a los demás, por mucho que sea verdad. Así que yo ese sandwich que no me apetecía comer lo asumía como el tequieromami que nunca había salido de mis labios, por mas que siempre lo tuviese a la punta de la lengua un millón de veces. Era mi manera de transmitir que apreciaba lo que hacían por mi.
Recordé mi cara llorosa, sumergida entre mis propias manos calientes y el dolor mas intenso que jamás sentí, sentado en una mesa de un despacho de un odioso hospital del centro de Madrid. Como ella entra llorando también y me dijo: "Pero, como puede haber sucedido esto? ¿Como es posible?" Y me abrazaba y lloraba por mi y por la que se había marchado. Por todo.
Me comí aquel sandwich sin rechistar. Estaba delicioso.
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